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el bulevar Saint-Michel devastado por la violencia, barricadas hechas con adoquines desenterrados que se elevaban algunos metros de alto en los alerededores de la Sorbona. En cuanto llegué subí por el bulevar Saint-Michel: se veía desierto, con árboles derribados y almacenes cerrados con las cortinas metálicas desenrrolladas; solo circulaban algunos policías. En el número 31 de la calle Guy-Lussac, sede del Instituto Hispánico, percibí a través de la malla de la puerta metálica, que estaba cerrada, algunas caras de estudiantes a quienes conocía. La abrieron, volviéndola a cerrar de inmediato, y me recibieron con entusiasmo. El grupo afirmaba pertenecer a u movimiento nuevo llamado F.E.R. y me consideraba como uno de los suyos.¿La razón? A la diferencia de mis colegas, yo no pasaba lista a los estudiantes al iniciar las clases. Pero, debo confesar que esto no tenía nada de revolucionario. Simplemente, esta obligación impuesta por el Ministerio me aburría; me hacía perder tiempo; y, de todos modos, mis cursos siempre estaban llenos. Hablamos. Y obtuve, que el comité de huelga ocupase solo los dos primeros pisos del edificio; y no tomase ni el tercero, en donde se encontraban la biblioteca; ni el cuarto en dodne estaban las oficinas de los profesores, mi centro de ediciones, y el apartamento del profesor Aubrun.




pxDurante los días que siguieron, yo acompañaba a veces a los estudiantes que se reunían en asambleas generales en el gran anfiteatro de la Sorbona, que estaba ocupada. Los oradores, jóvenes desconocidos que se llamaban Cohn-Bendit, Jaques Sauvageot o Alain Geismar, eran tribunos-natos; fascinaban y exaltaban a la masa de los jóvenes presentes. A veces, uno de los profesores tradicionales se levantaba con el fin de responder, e intentaba defender los usos, pero debía volver a sentarse bajo una pifia general. Algunos testigos han hablado, más tarde, de un "clima de fiesta." Personalmente, jamás tuve esa impresión. El ambiente era eléctrico, agresivo, conflictivo. Eso era lo que se sentía: en cualquier momento, cualquier chispa podía encender el fueg; un fuego que se extendía y transformaba en un desfile contestatario en la calle: entre la Sorbona y la Bastilla. Cuando asistí, por primera vez a una de estas asambleas, una cosa me sorprendió: la mayor parte de los argumentos y resoluciones invocados yo los había escuchado pocos meses antes, en enero, en el Congreso Cultural de La Habana, Cuba, en el cual participaron numerosos intelectuales, artistas y creadores. Algunos de ellos nos habían dejado, justamente, sorprendidos, intrigados; a veces, conquistados por la intrepidez, lucidez y no-verdad de sus enfoques en los campos filosófico, social y político. Recuerdo, en particular, las teorías del filósofo

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