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PRÓLOGO


pxConocí a Rocío Durán-Barba en 1991, en una recepción en el Palacio de El Eliseo en París. Personalidad renombrada en su país, el Ecuador, colaboraba con un diario importante del mismo escribiendo para la página editorial y con otros publicaciones de América Latina y España. Además, por aquellos días, había entrevistado en exclusiva al presidente François Mitterrand.
pxMe confió, entonces, que esta escribiendo una novela y me prometió enviarla en cuanto fuera editada. Ocho años pasaron sin que volviese a tener noticia hasta que un buen día recibí la publicación. Con la curiosidad que siempre suscitan en mí las novedades, me consagré a la lectura de inmediato. El título me intrigó, me fascinó. Surgía bajo el dictado de una intensa experiencia y la profundidad de una cultura. Huía al análisis, a la clasificación, a las corrientes literarias. Era un estilo muy personal que se imponía a golpe de frases cortas, escuetas, muy sugestivas. Un estilo alucinado y




alucinante que matizaba las líneas de prosa y poesía, de realismo y algo de fantástico, de humor y magia; y que le servía para expresar con clarividencia y justeza los delirios y angustias de una sociedad urbana librada a la modernidad desenfrenada de fines, principios de siglo.
pxEntre la protagonista –la Ciudad gigante – y la narradora, que la completa y se interroga, se traba una complicidad original que es la columna vertebral de este relato. Una complicidad que se hace de entusiasmos y rechazos, de sorpresas y oposiciones, de aceptaciones y revueltas, de diálogos y silencios. A lo largo de las páginas se desarrolla así una serie de espectáculos, realidades permanentes o fugitivas.
pxTal confrontación, rica en desenlaces imprevisibles, alimenta en el lector una apasionante e inagotable fuente de reflexiones.




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